¿Se puede salir del instituto sin conocer el «Lazarillo»,
«Robinson Crusoe» o la música de Mozart?
Un «Quijote» a medida
Eduardo Alonso
Hace ya cuatro o cinco cursos una
profesora advirtió a sus alumnos quinceañeros que tenían que leer el Quijote y los
mozalbetes (y «mozalbetas») se le amotinaron gruñones en clase.
¡Vaya rollo! ¡Jo!, tía, te has
pasao. Sin embargo, el impasible Jung Xiao rompió a reír en la última fila,
estremecido y por lo bajini. ¿Una misteriosa reacción oriental? Al acabar la
clase, la profesora logró sonsacarle qué le había hecho tanta gracia, y el
chaval confesó que dos cosas. Primero, el alboroto, pues en su país los
estudiantes aún respetaban a su honolable profesol, y segundo, que él ya había
leído la obra en China y se había divertido mucho. No entendía, pues, por qué
sus compañeros se encalabrinaban, cuando, además, «libro gordo, mucha más
risa». La profesora no era insensata: recomendaba un Quijote adaptado y
reducido, porque el original es hoy ilegible para casi todo el mundo. Y no por
su extensión, pues niños de diez años devoran Harry Potter, que ronda las mil
páginas, sino porque los estudiantes consideran aburrida cualquier obra
antigua, como consideran aburrida (un tostón decíamos en mi tiempo) la música
clásica. El gusto y las aficiones (artísticas o deportivas) se educan en la
niñez, o si no, serán triviales pasatiempos. Y educar es también imponer. El
lector se hace leyendo, el gourmet comiendo y el melómano oyendo música....
«buena». Pero ¿son buenas las obras clásicas? ¿Quién lo decide? ¿Hay que
conocerlas? Clásicos imposibles
Se desprecia lo clásico porque es
antiguo. Todo impulsa a adquirir y venerar el último producto del mercado, que
por dictarlo la moda, se considera modélico. El canon, el prestigio otorgado
durante siglos por los doctos, los sabios y los cultos, se quebró hace un
siglo, atacado por las vanguardias y la rebelión de las masas, según Ortega.
Hoy ya no hay alta o baja
cultura, como demostraron Los tres tenores, o la exposición del Prado sobre
Velázquez. Y desde 1960, hace medio siglo, el gusto se vulgarizó, al dictado de
la industria, no de una élite de apocalípticos. En la novela de Evelyn Waugh
Retorno a Brideshead, cuya adaptación al cine se estrenó hace seis semanas, y que
es una versión mediocre si se compara con la admirable serie de televisiva de
1981, hay una escena final memorable. Lady Marchmain observa estupefacta a un
soldado yanqui que se espatarra en un sofá de la mansión y se zampa una
hamburguesa con ketchup. «El mundo es de los Hooper», sentencia la aristócrata,
advirtiendo el fin de una época. Ya no hay cánones, no hay modelos, sino modas
y una oferta infinita de libros (¡230 nuevos cada día), de discos, de canales
de televisión... El consumismo (nuevos productos cada poco tiempo) y el
comercio que identifica valor y precio (tanto vende, tanto vale) imponen una
duración efímero de los objetos y de los vínculos sociales.
Es lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman llamó con tanto
éxito «la vida líquida». La cultura, como el amor, son líquidos: rige el deseo
de poseer, la satisfacción instantánea, la relación efímera, encuentro, uso
(¿en tu casa o en la mía?), y nuevo objeto o nueva experiencia.
Lo clásico, sin embargo, se asocia a lo sólido, a lo
permanente y a lo universal. Pero la historia se ha acelerado y el presente lo
es todo: melón, y tajada en mano. Los adolescentes son más sensibles a la
voracidad del momento por los cambios veloces y volcánicos que se operan en su
cuerpo. Proponerles algo permanente o modélico es un mal estímulo. Lo universal
para ellos es la moda, en la que encuentran forma externa a su identidad
insegura.
Para ellos lo universal es la pizza, el último disco, el
latiguillo conversacional, el piercing, el pantalón con cintura en la ingle, el
señuelo publicitario. Su desdén del pasado o de la proyección en el tiempo no
es por apatía, falta de pasión por aprender o insumisión a la autoridad, que
también, sino porque no hay más perspectiva que lo inmediato, ni otro código
que el de la pandilla.
La pedagogía dominante en las últimas décadas ha favorecido
la «liquidez» educativa. Un profesor moderno (o sea, el profe guay) debe, ante
todo, motivar al alumno. Para ello propone la liquidez de lo cercano: el
escritor autonómico, los ríos de mi comunidad, las letras de La Polla Record.
¿Amaral o Vivaldi? Los libros clásicos se sustituyeron por novelitas con
moralina cuyos protagonistas eran Jennifer, Tamara y Borjamaris díscolos, pero
simpáticos, que encaraban los primeros escarceos de la sexualidad, la anorexia,
el peligro de las drogas...
Clásicos ilegibles
Es evidente que las obras clásicas son ilegibles. Y no sólo por
su lenguaje, sino por el contexto y los contenidos. ¿Cómo van entender el
Lazarillo si no saben lo que es una misa, ni un cura, ni han oído la palabra evangelio.
El Lazarillo es también difícil porque allí se expone lo que es el hambre, el
frío, los capones y palizas, en fin, la crueldad de los otros, experiencias,
por suerte, desconocidas por nuestros sobrealimentados y mimados vástagos. Y en
el instituto, de entrada, hay que superar un obstáculo enorme: el libro es hoy
un objeto anticuado, pues no tiene cables, ni pilas, ni auriculares, ni mando a
distancia. Otros productos a mano les causan placer con menos esfuerzo. Y lo
principal: el mundo ya no se conoce a través de los libros, como en otros
tiempos, sino de la televisión, los vídeos, el cine, internet... y los viajes.
Pero superado el recelo libresco, los estudiantes no
entienden el Lazarillo por la barrera léxica y sintáctica. (Tampoco entienden
los escritos funcionales de ahora: véase el tremendo informe PISA.) Ya no
sirven las ediciones íntegras acribilladas a notas a pie de página, tan largas como
eruditas (Cátedra, Castalia, etc). Hoy hay que adaptar la obra como se
suministra un antibiótico, dosificada según la edad y el peso (mental) del
consumidor. Adaptar un clásico es como pedir al peluquero un arreglo de pelo:
ni rapado, ni crestas de punkie, ni tinte ni cambio de imagen. Adaptar el Quijote
no es resumirlo, ni meter «morcillas», sino entresacar lo esencial y actualizar
lenguaje, pero conservando su pátina. Norma: tan literal como sea posible, tan
libre como sea necesario.
El mercado editorial ofrece un suculento catálogo de obras
de todos los tiempos adaptadas por niveles, en muchos casos con inteligencia y
con atractivo formato, rescatando el arte de la ilustración. A poca afición que
se tenga, el libro es muy seductor a los ojos y placentero de leer. Y respecto
a la música y al arte clásicos, ahí están para abrir boca desde el parvulario los
Baby Einstein, Baby Mozart, Baby da Vinci. Y con el texto, el maestro. La
lectura, de clásicos o modernos, se estimula con un buen lector en voz alta.
¿Dónde está? En el aula todo es cháchara, quizás porque se impone el modelo de la
televisión, o del cine español: parloteo descuidado, callejero, impreciso. Se
perdió el poder mágico de la palabra. Abundan los profesores ineptos, que no
saben dramatizar la lectura, y no es que se pida que sean unos Fernán Gómez...
Pero, ¿hay que leer los clásicos, de la Odisea a Romeo y
Julieta... hasta Julio Verne? ¿Para qué? Quizás para que nuestros escolares no
sean «borriquitos con chándal», como decía Sánchez Ferlosio: para tener una dimensión
temporal de la existencia, entender mejor el presente, ampliar las referencias vitales,
disfrutar con más cosas, conocer que la vida no es simple, que tiene risa y
melancolía, verdad y trampa, utopía y pragmatismo, que vean lo que es el amor
de ensueño, la amistad leal, la dignidad del deber, la fidelidad a un destino o
la categoría del héroe que fracasa, loco y cuerdo...
Espero que os guste...
Espero que os guste...
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