2/4/13

Otro artículo de Eduardo Alonso



¿Se puede salir del instituto sin conocer el «Lazarillo», «Robinson Crusoe» o la música de Mozart?

Un «Quijote» a medida

Eduardo Alonso

Hace ya cuatro o cinco cursos una profesora advirtió a sus alumnos quinceañeros que tenían que leer el Quijote y los mozalbetes (y «mozalbetas») se le amotinaron gruñones en clase.
¡Vaya rollo! ¡Jo!, tía, te has pasao. Sin embargo, el impasible Jung Xiao rompió a reír en la última fila, estremecido y por lo bajini. ¿Una misteriosa reacción oriental? Al acabar la clase, la profesora logró sonsacarle qué le había hecho tanta gracia, y el chaval confesó que dos cosas. Primero, el alboroto, pues en su país los estudiantes aún respetaban a su honolable profesol, y segundo, que él ya había leído la obra en China y se había divertido mucho. No entendía, pues, por qué sus compañeros se encalabrinaban, cuando, además, «libro gordo, mucha más risa». La profesora no era insensata: recomendaba un Quijote adaptado y reducido, porque el original es hoy ilegible para casi todo el mundo. Y no por su extensión, pues niños de diez años devoran Harry Potter, que ronda las mil páginas, sino porque los estudiantes consideran aburrida cualquier obra antigua, como consideran aburrida (un tostón decíamos en mi tiempo) la música clásica. El gusto y las aficiones (artísticas o deportivas) se educan en la niñez, o si no, serán triviales pasatiempos. Y educar es también imponer. El lector se hace leyendo, el gourmet comiendo y el melómano oyendo música.... «buena». Pero ¿son buenas las obras clásicas? ¿Quién lo decide? ¿Hay que conocerlas? Clásicos imposibles
Se desprecia lo clásico porque es antiguo. Todo impulsa a adquirir y venerar el último producto del mercado, que por dictarlo la moda, se considera modélico. El canon, el prestigio otorgado durante siglos por los doctos, los sabios y los cultos, se quebró hace un siglo, atacado por las vanguardias y la rebelión de las masas, según Ortega.
Hoy ya no hay alta o baja cultura, como demostraron Los tres tenores, o la exposición del Prado sobre Velázquez. Y desde 1960, hace medio siglo, el gusto se vulgarizó, al dictado de la industria, no de una élite de apocalípticos. En la novela de Evelyn Waugh Retorno a Brideshead, cuya adaptación al cine se estrenó hace seis semanas, y que es una versión mediocre si se compara con la admirable serie de televisiva de 1981, hay una escena final memorable. Lady Marchmain observa estupefacta a un soldado yanqui que se espatarra en un sofá de la mansión y se zampa una hamburguesa con ketchup. «El mundo es de los Hooper», sentencia la aristócrata, advirtiendo el fin de una época. Ya no hay cánones, no hay modelos, sino modas y una oferta infinita de libros (¡230 nuevos cada día), de discos, de canales de televisión... El consumismo (nuevos productos cada poco tiempo) y el comercio que identifica valor y precio (tanto vende, tanto vale) imponen una duración efímero de los objetos y de los vínculos sociales.
Es lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman llamó con tanto éxito «la vida líquida». La cultura, como el amor, son líquidos: rige el deseo de poseer, la satisfacción instantánea, la relación efímera, encuentro, uso (¿en tu casa o en la mía?), y nuevo objeto o nueva experiencia.
Lo clásico, sin embargo, se asocia a lo sólido, a lo permanente y a lo universal. Pero la historia se ha acelerado y el presente lo es todo: melón, y tajada en mano. Los adolescentes son más sensibles a la voracidad del momento por los cambios veloces y volcánicos que se operan en su cuerpo. Proponerles algo permanente o modélico es un mal estímulo. Lo universal para ellos es la moda, en la que encuentran forma externa a su identidad insegura.
Para ellos lo universal es la pizza, el último disco, el latiguillo conversacional, el piercing, el pantalón con cintura en la ingle, el señuelo publicitario. Su desdén del pasado o de la proyección en el tiempo no es por apatía, falta de pasión por aprender o insumisión a la autoridad, que también, sino porque no hay más perspectiva que lo inmediato, ni otro código que el de la pandilla.
La pedagogía dominante en las últimas décadas ha favorecido la «liquidez» educativa. Un profesor moderno (o sea, el profe guay) debe, ante todo, motivar al alumno. Para ello propone la liquidez de lo cercano: el escritor autonómico, los ríos de mi comunidad, las letras de La Polla Record. ¿Amaral o Vivaldi? Los libros clásicos se sustituyeron por novelitas con moralina cuyos protagonistas eran Jennifer, Tamara y Borjamaris díscolos, pero simpáticos, que encaraban los primeros escarceos de la sexualidad, la anorexia, el peligro de las drogas...
Clásicos ilegibles
Es evidente que las obras clásicas son ilegibles. Y no sólo por su lenguaje, sino por el contexto y los contenidos. ¿Cómo van entender el Lazarillo si no saben lo que es una misa, ni un cura, ni han oído la palabra evangelio. El Lazarillo es también difícil porque allí se expone lo que es el hambre, el frío, los capones y palizas, en fin, la crueldad de los otros, experiencias, por suerte, desconocidas por nuestros sobrealimentados y mimados vástagos. Y en el instituto, de entrada, hay que superar un obstáculo enorme: el libro es hoy un objeto anticuado, pues no tiene cables, ni pilas, ni auriculares, ni mando a distancia. Otros productos a mano les causan placer con menos esfuerzo. Y lo principal: el mundo ya no se conoce a través de los libros, como en otros tiempos, sino de la televisión, los vídeos, el cine, internet... y los viajes.
Pero superado el recelo libresco, los estudiantes no entienden el Lazarillo por la barrera léxica y sintáctica. (Tampoco entienden los escritos funcionales de ahora: véase el tremendo informe PISA.) Ya no sirven las ediciones íntegras acribilladas a notas a pie de página, tan largas como eruditas (Cátedra, Castalia, etc). Hoy hay que adaptar la obra como se suministra un antibiótico, dosificada según la edad y el peso (mental) del consumidor. Adaptar un clásico es como pedir al peluquero un arreglo de pelo: ni rapado, ni crestas de punkie, ni tinte ni cambio de imagen. Adaptar el Quijote no es resumirlo, ni meter «morcillas», sino entresacar lo esencial y actualizar lenguaje, pero conservando su pátina. Norma: tan literal como sea posible, tan libre como sea necesario.
El mercado editorial ofrece un suculento catálogo de obras de todos los tiempos adaptadas por niveles, en muchos casos con inteligencia y con atractivo formato, rescatando el arte de la ilustración. A poca afición que se tenga, el libro es muy seductor a los ojos y placentero de leer. Y respecto a la música y al arte clásicos, ahí están para abrir boca desde el parvulario los Baby Einstein, Baby Mozart, Baby da Vinci. Y con el texto, el maestro. La lectura, de clásicos o modernos, se estimula con un buen lector en voz alta. ¿Dónde está? En el aula todo es cháchara, quizás porque se impone el modelo de la televisión, o del cine español: parloteo descuidado, callejero, impreciso. Se perdió el poder mágico de la palabra. Abundan los profesores ineptos, que no saben dramatizar la lectura, y no es que se pida que sean unos Fernán Gómez...
Pero, ¿hay que leer los clásicos, de la Odisea a Romeo y Julieta... hasta Julio Verne? ¿Para qué? Quizás para que nuestros escolares no sean «borriquitos con chándal», como decía Sánchez Ferlosio: para tener una dimensión temporal de la existencia, entender mejor el presente, ampliar las referencias vitales, disfrutar con más cosas, conocer que la vida no es simple, que tiene risa y melancolía, verdad y trampa, utopía y pragmatismo, que vean lo que es el amor de ensueño, la amistad leal, la dignidad del deber, la fidelidad a un destino o la categoría del héroe que fracasa, loco y cuerdo...

Espero que os guste...

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